Por J.I. Packer

El apóstol Pablo explicó así el evangelio a los corintios:

Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero [skándalon], y para los gentiles locura [moría]; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios (1 Co. 1:23-24).

Por medio de dos actitudes se revela esta autoafirmación: por sus preguntas acerca del evangelio y por sus reacciones al evangelio. Tanto por las preguntas como por las reacciones los conocerás.

Primero estaba la actitud de los judíos. Pablo dice que ellos pedían señal. ¿Qué significa eso? ¿Que los judíos eran realistas testarudos, reacios a dar un paso más allá de la evidencia? No, no significa nada de eso. Significa que los judíos se mostraban como escépticos irrazonables. La señal que los judíos pedían en aquella época era un tipo de evidencia que podemos describir como milagros y magia por encargo. La segunda tentación que se le planteó a nuestro Señor Jesucristo en el desierto había tomado la forma de una invitación a hacer milagros y magia por encargo. ¿Recuerdas cómo el diablo tentó al Señor diciéndole básicamente: «Lánzate desde el pináculo del templo y levántate del suelo sin ninguna herida, y los cautivarás» (cp. Mt. 4:5-6)? Esa fue la esencia de la tentación. Y Jesús la rechazó. Él no estaba buscando apoyo, ni reuniendo seguidores, partiendo de esa base. Así leemos que «vinieron entonces los fariseos y comenzaron a discutir con él, pidiéndole señal del cielo, para tentarle... De cierto os digo que no se dará señal a esta generación. Y dejándolos, volvió a entrar en la barca, y se fue a la otra ribera» (Mr. 8:11-13).

Estas peticiones de los judíos realmente son escepticismo disfrazado de interés. En el fondo es una actitud de falta de voluntad para creer. ¿Qué es lo que exigían? Milagros y magia por encargo es algo que resulta arrogante y arbitrario exigir en una situación en que ya se habían proporcionado abundantes señales. Eso es lo que debemos comprender. En el ministerio de nuestro Señor Jesucristo, tal como lo vieron los presentes y según lo relató el apóstol Pablo a los corintios y a otros, ya se habían dado abundantes señales.

¿Recuerdas cómo en los primeros versículos de Mateo 11 se nos habla de los mensajeros que llegaron de parte de Juan el Bautista, quien languidecía en la cárcel, para preguntarle al Señor Jesús: «¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?» (Mt. 11:3)? Y esta era la duda de Juan.

A Juan le habían sorprendido algunas de las cosas que Jesús había estado haciendo, y tal vez más aún las que Jesús no había hecho. La idea de Juan, basada en la forma en que Dios lo había impulsado a anunciar la venida del Mesías, era que tan pronto como empezara el ministerio de Jesús comenzarían a ocurrir acontecimientos catastróficos: actos de juicio, actos de importancia traumática para la vida de la nación.

Jesús no había estado ministrando de esa manera. De ahí la pregunta: ¿Eres tú aquel que había de venir? Aquel que «está listo para separar el trigo de la paja con su rastrillo» y «luego limpiará la zona» (Mt. 3:12, NTV), o debemos esperar a otro?

¿Recuerdas cómo respondió Jesús a la pregunta de Juan? El mensaje que envió a través de los discípulos de Juan fue este: «Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio» (Mt. 11:4-5). Vayan y cuéntenle a Juan aquellas cosas que están sucediendo, y díganle: «Bienaventurado es el que no toma ofensa en mí» (rva-2015), o que no halle tropiezo (Mt. 11:6). Ofensa o tropiezo se originan en la misma raíz de donde viene skándalon. Bienaventurado el que no encuentra en mí motivo de tropiezo. Bienaventurado el que discierne el significado de las señales que se están dando en mi ministerio y está dispuesto a confiar en mí respecto a aquellos asuntos que demuestran que cumplo estas expectativas.

Pero las señales que se habían brindado fueron las decisivas. Porque lo que Jesús deseaba que Juan comprendiera fue esto: que allí se estaba cumpliendo lo que hacía mucho tiempo Isaías había profetizado. Conocemos bien las palabras. Están en el capítulo 35 de la profecía, y Händel les compuso música memorable en «El Mesías». Isaías había profetizado: «Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo» (Is. 35:5-6). Esto debía ocurrir el día en que Dios visitara a su pueblo para bendecirlo.

Sí, las señales se habían dado. Y una más se daría. Jesús se refiere a eso en los primeros versículos de Mateo 16, donde vemos que le vuelven a pedir señal. «Vinieron los fariseos y los saduceos para tentarle, y le pidieron que les mostrase señal del cielo. Mas él respondiendo, les dijo... La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás» (Mt. 16:1-2, 4). Y en otra parte había interpretado esa referencia que así «como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches» (Mt. 12:40). Y después de eso, ninguna otra señal. Después de eso, volvería a vivir.

La señal de la resurrección debía darse para confirmar el testimonio que surgió de tales sanidades milagrosas y obras de misericordia que Jesús realizó durante su ministerio de tres años en Galilea. Las señales se habían dado. Ese es el punto que debe comprenderse.

Pero los judíos que oyeron los relatos seguían buscando una señal. No aceptaban las señales que se habían dado, porque no se habían hecho por encargo. Se podría decir que los judíos decidieron que tenían la última palabra, que especificaban qué señales debían darse y dónde. Querían que Dios, por así decirlo, bailara al son que le tocaran. Esto es escepticismo frívolo. Es una expresión de incredulidad disposicional. No poder creer, en esta situación, significa no querer creer.

De manera irrazonable, los judíos pedían señales. Muchas de ellas ya se habían dado, a las cuales estaban haciendo caso omiso. Jesús puso el dedo en la llaga de la incredulidad disposicional, del escepticismo acérrimo, cuando al final del relato que contó del hombre rico y Lázaro, declaró esto:

«Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos» (Lc. 16:31). No creo que eso necesite algún comentario aclaratorio de mi parte.

 * Artículo adaptado del libro Proclamando a Cristo en una era pluralista: Conferencias inéditas.