Por: Gene y Kenton Getz

 

Conoce a Timoteo, un joven que creció en la ciudad de Listra. Allí, casi todas las personas eran gentiles paganos que adoraban a los dioses griegos Zeus y Hermes. Afortunadamente, la madre de este joven era una mujer judía que temía al Señor y le enseñó sobre el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. 

 

Cuando Pablo y su compañero misionero Bernabé entraron en Listra, comenzaron a hablar de las buenas nuevas, respecto al don de la vida eterna mediante la fe en el Señor Jesucristo. Mientras el apóstol explicaba la historia de salvación, observó a un paralítico que escuchaba atentamente y “tenía fe para ser sanado” (Hechos 14:9), por lo cual, le dijo: “¡Levántate!” (v. 10). Al instante, Dios lo sanó y ¡pudo caminar por primera vez en su vida! 

 

La multitud que vio lo sucedido estaba sorprendida. Al instante, pensaron que su dios Hermes se había encarnado en la persona de Pablo y que Bernabé era Zeus, así que comenzaron a adorarlos. 

 

Pablo y Bernabé estaban horrorizados y avergonzados. Literalmente, “se rasgaron la ropa” (v. 14) y gritaron que eran hombres, no dioses. Sin embargo, ocurrió algo inesperado: algunos judíos enojados pusieron a la multitud en su contra, por lo que enfocaron su oposición en Pablo, lo apedrearon y como creyeron que estaba muerto, arrojaron su cuerpo a las afueras de la ciudad. 

 

Entonces, sucedió otro acontecimiento milagroso. Mientras un grupo de creyentes lo rodeaba, él se levantó de forma sobrenatural, regresó a la ciudad y después, se fue con Bernabé a otro sitio. Fue en algún momento durante esos acontecimientos cuando Timoteo y su madre Eunice oyeron el mensaje de salvación y pusieron su fe en el Señor Jesucristo. 

 

Veamos más detenidamente las experiencias de Timoteo cuando era niño, mientras crecía en esta ciudad pagana. Él había observado la adoración pagana que a menudo se asociaba con todo tipo de inmoralidad sexual. Probablemente, su propio padre adoraba a los dioses griegos Zeus y Hermes. Quizás había presenciado, o al menos oído, sobre la infidelidad sexual de su padre, lo cual no era de sorprender, ya que ocurría en todo el imperio romano. 

 

Sin embargo, a pesar de crecer allí, su madre le enseñó mucho sobre el Antiguo Testamento. En la segunda carta que Pablo le escribió, le recordó: “Desde la niñez, se te han enseñado las sagradas Escrituras” (2 Timoteo 3:15).

 

¿Qué le enseñó su madre? Por supuesto, solo podemos especular, pero desde luego, podemos deducir que le contó cómo Dios liberó a los hijos de Israel de Egipto. Más importante aún, le debió de haber enseñado los Diez Mandamientos. Timoteo se habría sorprendido al escuchar lo que ocurrió en el Monte Sinaí, cuando el Señor habló literalmente desde la montaña, que se consumía con fuego y humo, y después grabó los mandamientos en dos tablas de piedra. Al ver las actividades idólatras de su entorno (todos los días), los dos primeros mandamientos se habrían quedado grabados en su mente: 

 

No tengas ningún otro dios aparte de mí. No te hagas ninguna clase de ídolo ni imagen de ninguna cosa que está en los cielos, en la tierra, o en el mar. No te inclines ante ellos ni les rindas culto (Éxodo 20:3-5).

 

Extraído del libro La medida de un joven.