Por: Lydia Brownback.

La nevada imprevista unió al vecindario mientras trabajábamos para despejar la nieve de los autos y las aceras antes del anochecer de principios de diciembre. 

—¡Parece que ya llegó el invierno! —le dije a mi vecina. 

—¡Sí, ya llegó! —respondió́ ella—. Y llegó en el momento oportuno. Después de la cena vamos a hacer chocolate caliente y decorar el árbol de Navidad. Los niños están muy entusiasmados. 

Mientras imaginaba allí su feliz escena familiar, de repente quedé sepultada bajo una avalancha de abrumadora soledad. Por primera vez, decidí́ no comprar un árbol de Navidad ese año. La idea de no tener a nadie con quien desenvolver cada adorno cargado de recuerdos, que había estado hibernando, era demasiado deprimente. Una conversación informal fue todo lo que desencadenó ese sentimiento. 

Algunas Navidades más tarde, decidida a tener el tipo de diversión festiva que disfrutaba mi vecina con su familia, invité a algunas amigas a mi casa para la ceremonia del árbol de Navidad. Una amiga estaba especialmente entusiasmada, y le pregunté: 

—¿Qué te alegra tanto de venir a mi casa cuando tienes tu propio árbol para decorar y un esposo e hijos que pueden hacerlo contigo? —Déjame explicarte cómo es eso —respondió ella—. Acorda- mos un día en el que vamos a decorar nuestro árbol de Navidad. Preparo un refresco y música navideña, y coloco todos los adornos sobre la mesa. Y cuando estoy lista, todos entran; pero cinco minutos más tarde, se distraen con las llamadas telefónicas, los mensajes de texto o cualquier otra cosa, así que toman una galleta y desaparecen. Termino decorando el árbol sola todos los años. 

¡Qué revelador fue eso! Esas imágenes de la vida de los demás que nos vienen a la mente o que vemos en las redes sociales rara vez son la realidad. Detrás de las sonrisas, los elogios y las imágenes de diversión familiar se encuentran todas las cosas normales de la vida de todos: angustia, rechazo, ansiedad y soledad. 

Todas las personas, solteras o casadas, jóvenes o viejas, hom- bre o mujer, todos experimentan soledad en distintos momentos y en diversos grados. Nadie está exento. Fuimos creados para tener compañerismo, por eso, incluso antes de la caída, Dios declaró que la soledad del hombre no era buena (Gn. 2:18). E inmediatamente después de su declaración, creó el matrimonio. Sin embargo, el matrimonio nunca tuvo la intención de ser el último y eterno remedio para la soledad. Por ello, las personas solteras no están condenadas en ese sentido. Dios creó al ser humano con la capacidad de estar solos para que anheláramos y encontráramos nuestro todo en Él: 

En Génesis 2, Dios establece el matrimonio entre un hombre y una mujer como otro aspecto de su diseño para nuestra soledad. Sin embargo, nunca diseñó el matrimonio para llenar el vacío de aquello que nos falta o erradicar la soledad. Más bien, revela mucho más nuestra necesidad de llegar a nuestro destino final: tener comunión con Él. 

En otras palabras, la soledad es un indicador de que nos falta algo y es algo que se encuentra solo en Jesucristo. Él completa lo que falta, eso que identificamos como “soledad”, comenzando desde el momento en que nos unimos a Él en la fe y cuando nos completará en la gloria. Es decir, la razón principal por la que nos sentimos solas es que aún no hemos llegado a nuestro destino final. Dios nos creó para tener comunión con Él y, por lo tanto, la soledad será erradicada por completo solo cuando lleguemos al cielo. Por eso es que todos, jóvenes o viejos, solteros o casados, experimentan soledad. Nadie está exento. 

Dicho esto, la soledad que sentimos y las circunstancias que nos hacen conscientes de ello surgen debido al pecado del hombre en el huerto del Edén. La soledad que experimentamos es consecuencia del pecado, y lo ha sido desde que Adán y Eva desobedecieron a Dios. La pareja se escondió de Dios después de comer del árbol prohibido, y ahí fue también cuando comenzaron a esconderse el uno del otro. La soledad comenzó en el huerto. 

* Extraído del libro Soledad redimida.