Por: Jill Savage

Como la mayoría de las madres, ingresé a la escena de la maternidad con el deseo de ser la madre perfecta. Leí. Me preparé. Planeé. Soñé. Estaba decidida a organizar todo desde la elección del detergente para la ropa que convenía más a su piel hasta elegir la mejor escuela para su educación. Iba a ser una súper mamá. Lo haría todo y lo haría todo bien. Entonces transcurrió la vida.

Se dice con frecuencia que “para ver el pasado no hacen falta lentes”. Una mirada retrospectiva a aquella escena al final de una tarde, once años después, me da una valiosa perspectiva que no tenía entonces. Mi hija Erica, que ahora tiene 21 años, no quedó con una herida emocional porque olvidé recogerla de su entrenamiento de baloncesto. Es una joven equilibrada que tiene una gran anécdota para contar, especialmente cuando quiere recibir un poco de comprensión o provocar unas buenas carcajadas en las reuniones familiares.

Ahora entiendo que mi afán por ser la “mamá perfecta” me puso en dirección al fracaso desde el primer día. No hay mamás perfectas, solo mujeres imperfectas que caerán del pedestal de sus propias expectativas con mayor frecuencia de la que están dispuestas a reconocer. Una buena amiga me dijo alguna vez: “Jill, nunca compares tu realidad con la apariencia de otra persona”. Ella me expresó estas palabras sabias cuando oyó, sin querer, que yo me comparaba con otra mamá después de cometer uno de mis múltiples errores. Esa poderosa afrmación me quedó grabada. Ahora me doy cuenta de que la mayoría de las mamás juegan cada día el juego de la comparación decenas de veces. Todo el tiempo nos comparamos con otras mujeres a nuestro alrededor. Y no damos la talla. Pero ¿cómo podemos estar a la altura? Nos comparamos con algo que no existe. Comparamos nuestra caótica realidad, nuestras luchas, fracasos, nuestra vida tan imperfecta, con la apariencia perfecta y cuidadosamente pulcra de otras mujeres. Es un juego que las madres jugamos y que nunca podremos ganar.

De modo que si insistimos en jugar el juego de la comparación (¡y la gran mayoría lo hacemos!), es hora de usar otra medida. En lugar de comparar realidades con apariencias, tenemos que comparar realidades con realidades. Si somos francas, la gran mayoría de nosotras lleva máscaras de nuestra maternidad que impide que se revele nuestra realidad. A veces las máscaras se revelan en la apariencia externa. Nos vestimos a la moda y nunca salimos de casa sin maquillaje y el cabello bien peinado. En otras palabras, en apariencia mostramos que siempre tenemos todo bajo control. Otras llevamos una máscara en nuestras conversaciones con otras madres. Nunca admitimos que tenemos alguna lucha, aun si otras expresan abiertamente sus luchas. Algunas llevamos una máscara de orgullo. Solo hablamos de lo bueno y nunca de lo malo. Fingimos ser más seguras de lo que en realidad somos. Puede que estemos contagiadas de la infección de la perfección, pero hay un antídoto: descubrir la libertad que existe en la autenticidad.

Extraído del libro Las mamás no tienen que ser perfectas.